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Feliz no cumpleaños, José Roberto Hill. Manuel Núñez Nava
Alguien en el radio dice que moriste asesinado en circunstancias
violentas que no se han podido precisar, anoche, en tu domicilio, mientras yo,
ausente, dormía cobijado y seguro. Como una picadura de alacrán, como algo
que al principio casi ni se siente, el estupor me invade y entorpece
lentamente. ¿Cómo articular una palabra? ¿Cómo hilar un pensamiento? ¿Cómo imaginar siquiera semejante cosa? Tú
eres noble y manso y tu sonrisa siempre es limpia. (Yo canto tu gracia, tu
eterna jovialidad, tu discreto donaire. Yo digo aquí y ahora que eres
gallardo y gentil y que hablas como se debe hablar, como poeta.) Eres el
varón bienaventurado que no anduvo en consejo de malos ni en silla de
escarnecedores se sentó. Tú eres un dulce hermano, un alma buena, un espíritu
amable, un ser para el placer, una fuente de luz. (¿Y
esta rabia sin adjetivos? ¿Y este dolor que taladra ferozmente las sienes
como algo inaudible? Siento en pleno rostro la contundencia del golpe que te
aturde. Siento tu asombro, tu
impotencia. Me paraliza tu terror. Me muero de tu asfixia. ¿Por qué nadie
hace nada? ¿Por qué no se detiene el mundo entero a llorar, a maldecir, a
exigir castigo para ese hijo de malamadre que anda vivo por ahí?) Tú
penetraste el secreto. No estás ahora en otra parte, estás aquí y sonríes,
transfigurado. Hermano,
la muerte no existe. Aprendiste
esto cuando tu único deseo fue mostrarle a tu hermano que él jamás te hirió.
Él cree que tiene las manos manchadas de tu sangre, y, por lo tanto, que está
condenado. Mas se te ha concedido poder mostrarle, mediante tu curación, que
su culpabilidad no es sino la trama de un sueño absurdo. La
muerte no existe. Lo único que existe es la vida y la función de la
vida no puede ser morir. Tiene que ser la extensión de la vida, para que sea
eternamente una para siempre y sin final. El odio es algo concreto.
Tiene que tener un blanco. Tiene que percibir un enemigo de tal forma que
éste se pueda tocar, ver, oír y finalmente matar. Cuando el odio se posa
sobre algo, exige su muerte tan inequívocamente como la Voz de Dios proclama
que la muerte no existe. El miedo
es insaciable y consume todo cuanto
sus ojos contemplan, y al verse a sí mismo en todo, se siente impulsado a
volverse contra sí mismo y destruirse. Quien ve a un hermano como un cuerpo lo ve como el
símbolo del miedo. Y lo atacará, pues lo que contempla es su propio
miedo proyectado fuera de sí mismo, listo para atacar, y pidiendo a gritos
volver a unirse a él otra vez. No subestimes la intensidad de la furia que puede
producir el miedo que ha sido proyectado. Chilla de rabia y da
zarpazos en el aire deseando frenéticamente echarle mano a su hacedor y
devorarlo.
Pero la muerte no existe. El Hijo de Dios es libre. |
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Cadáver exquisito. Todos los derechos reservados.
Próxima actualización, abril de 2006.