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El llanto de los niños muertosBernardo Fernández*
La abuela quiso gritar pero su cabeza, arrancada del cuerpo, no
pudo emitir más sonido que el deslizar arenoso de la lengua y el flop que
hizo al caer. -Trituré lo que quedaba del cuello con mi hocico. Tragué sin
masticar del todo y aullé. Desde el suelo, su mirada vacía me observaba,
queriendo descifrar lo que había pasado. Sólo pudo ver cómo rasgaba su caja
torácica para masticar los intestinos. Lo primero que recuerdo de la casona son los largos pasillos de
techos altos por los que siempre corría un viento silbante. Las criadas
decían que era el llanto de los niños muertos sin bautizar. La abuela decía
que eran los muertos y punto. -En el cielo de la hacienda no brillaba el sol, siempre estaba
cubierto de nubes grises. Conocí el sol hasta el día en que acompañé a la
abuela al pueblo por primera vez. Tendría once años. Esa es la hija del
Clemente, murmuraba la gente a nuestro paso. Ella los ignoraba. Yo ni
siquiera sabía que mi papá se llamaba así. En el pueblo llovía luz al
mediodía. Quise que el calor besara mi rostro, mis brazos. La abuela me
apuraba sin que los tibios rayos me tocaran. Esa misma noche, en la hacienda,
descubrí que la luna vertía también su modesto esplendor sobre la comarca.
Sin que las nubes opacaran su luz. Fue la primera vez que bañé mi cuerpo
desnudo bajo su regalo luminoso. Dicen que poco después que murió su papá, el Clemente hizo un pacto
con el diablo. Que se lo encontró caminando por el lecho del río. Que se le
apareció en forma de una mujer muy hermosa, de piel blanca y cabello negro.
Que la mujer lo sedujo y a cambio de su semilla le ofreció un deseo. Nadie
sabe lo que pidió. A los nueve meses apareció la tal mujer en la hacienda. Se
apersonó frente a la mamá del Clemente y le mostró el fruto de su extraño
amor: una niña con cuerpo de leche y cabello de tinta. Dicen también que la
mujer cobró caro el deseo del Clemente, porque se llevó su razón y lo dejó
loco. Desde ese día nadie la volvió a ver. El Clemente se creyó un animal y
huyó al bosque, donde corría desnudo en cuatro patas y cazaba animales
pequeños, hasta que unos cazadores lo mataron al confundirlo con un lobo. Su
mamá se quedó con la niña, a quien culpa de haber perdido a su único hijo.
Dicen que por eso la odia, que no la perdona y que la trata como si estuviera
loquita y no la deja salir de la hacienda. Dicen. El beso de la luna es frío y azul. Yo salía a escondidas hasta el
pozo, desnuda, envuelta en un rebozo; descalza avanzaba tratando de no pisar
los alacranes. Sólo escuchaba el silencio de la noche y los murmullos de sus
criaturas. Entonces dejaba caer el rebozo y ofrecía mi cuerpo a la luna para
que lo recorriera. Cerraba los ojos y sentía cómo el frío lamía cada rincón
de mi piel. Cuando me sentía por completo lamida por esa fría luz, recogía mi
rebozo y regresaba a mi cuarto en la casona. Las penumbras siempre me han protegido a pesar de mi piel cremosa.
La oscuridad me envuelve con su manto y se traga los ruidos que mis pisadas
producen. Me deslizaba entre las sombras, espantaba a las criadas al aparecer
a sus espaldas sin que me escucharan. Jamás pude espantar a la abuela, ella
siempre sabía que era yo. Decía que era una hija de la noche. Se equivocaba,
sólo soy su amiga. Todas las madrugadas las criadas acarreaban ollas de barro con agua
que hervían en la cocina para que la abuela se bañara. Eran ocho las que la
lavaban, la peinaban y la perfumaban. Recuerdo el baño inundado con el vapor
y el aroma a talco de la abuela. Su trenza larga y blanca, como mi piel, caía
por su espalda. -Yo nunca fui pura como ella. Bien pronto la abuela descubrió la suciedad en mí. Un día, cuando
era pequeña, me sorprendió manoseándome en medio de las piernas. Me golpeó
con una vara que zumbaba con cada azote y luego ordenó a una de las criadas
que me untara chile ahí donde no debía tocarme. Desde entonces me supe impura
e indigna, que estaba sucia por dentro, sin importar cuánto me bañara y
tallara con zacate y agua caliente. Por eso busco el beso de la luna todas
las noches. Para que mi alma se blanqueé como mi cuerpo. Los domingos venía el padre a confesar a la abuela. Venía desde el
pueblo a desayunar tempranito con nosotras. En la casona no podían entrar
hombres, excepto él; todos los peones se quedaban afuera y si había algo que
arreglar lo hacían en el recibidor. Jamás pasaban hasta la sala, mucho menos
al comedor. -Esta niña es el demonio, le decía la abuela al cura mientras nos
servían chocolate caliente a los tres, no importa cuánto la bendiga, jamás
estará libre de pecado, es la esencia misma de la maldad. El sacerdote me
veía, sonreía, daba un trago a su taza y contestaba: También los demonios son
hijos del Señor. -No sé por qué la abuela decía eso. Yo nunca le hice daño a ella.
Sólo a algunos de los hijos de las criadas. Fue una vez que todos los peones de la hacienda se plantaron frente
a la casona, con antorchas en las manos y gritos en sus gargantas. Entonces
conocí al Maligno. La abuela salió a hablar con ellos. Adentro, las criadas
no me dejaban acercarme. Lo vi desde donde estaba. Era moreno, del color del
chocolate que nos servían todos los domingos y desde mi lugar supe también
que olía a vainilla. Su cabello era negro como el mío, pero sus hebras eran
gruesas, en su mirada se adivinaba el dolor de quienes caminan descalzos por
las piedras, de quienes enfrentan la jornada con tortillas y café en el
estómago. Él también volteó a verme y desde ese momento quedé marcada por su
deseo. Lo supe por la ola fría que recorrió mi espalda y por el vacío helado
que desde ese día tejió su telaraña sobre mi pecho. La abuela logró calmar a los peones y alejarlos de la casona. A
todos menos a él. La biblioteca estaba tapizada por los libros del abuelo. Había una escalera
que se deslizaba entre los estantes para que no hubiera volumen que no se
pudiera alcanzar. Tenía prohibido acercarme a los libros pero siempre me las
arreglaba para llegar hasta ellos y leer a la luz de las velas que llevaba
escondidas bajo mi vestido. -Toda mi ropa era negra porque la abuela me hacía llevar el luto
por mi padre. Ella se vestía igual, del cuello a los pies. -Cuando terminaba de leer, me gustaba apagar las velas con la punta
de mi lengua. -Fue el padre quien me enseñó a leer, mientras me daba el
catecismo. Fue él quien me habló por primera vez de la biblioteca, oculta
detrás de una puerta clausurada en el extremo de la casona. En su juventud,
había sido amigo del abuelo. También era el único que me sonreía y al hacerlo
su cara se llenaba de arrugas profundas y me mostraba sus enormes dientes. El Maligno empezó a merodear la casona. Las criadas más jóvenes
creyeron que las buscaba a ellas. No era el primer peón que se acercaba a
buscar los favores de alguna de las mujeres morenas para saciar su ardor
furtivamente, ocultos en el cuarto de planchado de la casona. Pero este
hombre me buscaba a mí, lo supe por su mirada inflamada que podía verse desde
el balcón de mi cuarto. Y por el hueco de mi pecho, que se enfriaba apenas
sentía su presencia. -Tuve miedo. Recordé los gemidos que escapaban a media noche del
cuarto de planchado, en la planta baja, cuando las parejas pensaban que nadie
las oía, ignorando que yo las espiaba bajo las escaleras, con el pecho
palpitando y la mirada perdida en las penumbras. -Dejé de salir a recibir el beso lunar. Sabía que la bestia rondaba
la casona, con su entrepierna henchida de lujuria. Desde la primera noche,
sentí que la impureza crecía dentro mi cuerpo. Gracias a uno de los libros del abuelo que se llama Decamerón ,
supe que el deseo hace su nido entre las piernas de los hombres, en
correspondencia con la suciedad que se aloja en medio de las piernas de las
mujeres. Un día, mientras me bañaba, vi que la pelusilla que cubría mi bajo
vientre comenzaba a oscurecerse. Tuve mucho miedo, pero no tanto como al
descubrir, tiempo después, que durante una noche la suciedad que se extendía
dentro de mí había hecho llorar sangre a mi cuerpo, dejando una huella
escarlata en el colchón. -Quise ocultarlo lavando las sábanas yo misma, pero una de las
lavanderas me descubrió. -Intenté explicarlo, pero de mis labios sólo escaparon balbuceos. -Ella se rió. -Se rió de mí. -Maldita india. Tuve que pensar cómo seguir recibiendo el baño lunar sin salir
hasta el pozo. Quería evitar al Maligno. Un domingo por la noche subí al
techo de la casona. Apenas había media luna en el cielo. Dejé caer el rebozo
y extendí los brazos, queriendo abarcar el tímido abrazo de Selene. Abajo el
Maligno acechaba y, al descubrir en el aire el aroma de mi impureza, comenzó
a aullar. La abuela y las criadas no tardaron en despertarse; no tuve tiempo
de correr a mi habitación. Al escuchar los pasos en la azotea subieron y fui
descubierta. -Esa noche la abuela me azotó hasta cansarse con la hebilla del
viejo cinturón de mi papá. -De Clemente. -Cuando terminó, mi cuerpo estaba cruzado por líneas rojas. No
lloré. Creo que eso la enfureció más. Pero ya no tenía fuerzas para seguir
golpeándome. -Ordenó que me dejaran encerrada en el cuarto de planchado durante
una semana. Desnuda. A merced del Maligno. Las criadas ni siquiera se
atrevieron a tocarme, sólo me empujaban con varas. -Pasé la primera noche lamiendo mis heridas. El Maligno, sabio en su
maldad, ni siquiera se acercó. A todo se acostumbra uno, menos a no comer, dicen los peones. -Para alimentarme, la abuela ordenó a las criadas que deslizaran
por el suelo un plato lleno de las sobras del día. Las primeras veces ni
siquiera quise olerlo, pero el quejido del estómago me hizo vencer el asco y
pronto lamía los frijoles refritos pegados a los platos, roía los huesos en
busca de algún jirón de carne olvidado, masticaba las tortillas frías y
resecas. -Por la noche, la abuela bajaba a azotarme con la vara. Jamás lloré
frente a ella. -Me había acostumbrado al dolor. Me volví peligrosa para las criadas. Tenían que lanzarme los platos
rápidamente si no querían que las mordiera hasta lastimarlas. El gusto salado
de su sangre me erizaba los pezones. La abuela desistió de azotarme por miedo
a que la atacara. -Yo esperaba el domingo para que apareciera el padre y me sacara de
ahí, pero los días pasaban lentos y vacíos. -Llegó la noche del sábado y con ella la sangre que otra vez
escurrió por mis piernas como lágrimas de mi condenación irremediable. -Afuera, la luna llena derramaba su leche. A lo lejos un aullido
anunció al Maligno. Sentí los vellos de mi cuerpo erguirse al instante. Mi
vacío pectoral se inflamó hasta convertirse en una onda helada que descendió
de la base del cuello a la ingle, donde explotó en una húmeda inflamación que
hizo salivar a mi entrepierna. El corazón se inquietó en mi pecho, saltando
descontrolado. El miedo chocó de frente con un deseo incontenible de llenar
el abismo diminuto que se abría en medio de mis muslos. -Quise huir, arañé la puerta hasta arrancarme las uñas y sangrar
mis lúnulas. Aullé para orientar al Maligno y guiarlo entre la oscuridad
hasta la ventana de mi prisión. Me hice un ovillo ante el inminente ataque.
Abrí las piernas para que el viento nocturno llevara el perfume de mi
lubricidad hasta el intruso. Grité el nombre de la abuela rogando clemencia,
como último recurso al oír al predador que trepaba los dos metros que le
separaban de la ventana. Cuando estuvo dentro del cuarto hundí dos dedos en
mi triángulo velludo y dibujé a su alrededor un círculo para que el olor
sanguíneo azuzara a la bestia. La sombra del Maligno me cobijó. Las hebras oscuras de su cabellera
se habían extendido por todo su cuerpo. Ya no olía a vainilla. Sentí en la
cara el aliento cálido que escapaba por entre sus dientes filosos como
navajas. Estiré la punta de la lengua y me encontré con la suya, que mordí
hasta hacerlo sangrar. Él me embistió con su demonio enhiesto, que deslizaba
dentro de mí fácilmente hasta llenar de dolor mi gran vacío. Rodamos por el
suelo envueltos por la oscuridad del cuarto de planchado. Entendí el placer
del dolor más allá de los azotes de la abuela. Él rasgaba mi espalda, yo
hundía los dedos en la suya, peluda. Me mordió hasta dejarme tapizada de
moretones goteantes. Desde lejos, mientras se deslizaba dentro y fuera de mí,
sentí venir la explosión que se anunciaba como los truenos a la distancia de
una noche nubosa. El Maligno aceleró su ritmo adivinando la proximidad del
final... -...que toma por asalto tu cuerpo... -...que chasquea como un relámpago en medio de tus penumbras... -...que llena tu universo entero hasta los huecos más remotos... -...que inflama cada uno de tus rincones... -...y que desapareció en segundos, dejando el eco de su violencia
retumbando por todo mi cuerpo. Tensé brazos y piernas alrededor de él hasta
dificultarle la respiración. No dejó de lamer las heridas de mi rostro ni
salió de mi cuerpo hasta que después de una breve eternidad me aflojé. -Entonces comenzó mi transformación. ¿Cómo explicar a los seres lampiños y de dientes romos lo que es
tener la piel hirsuta, las uñas y los dientes transformados en filos
mortales? ¿Cómo decirles a criaturas de ojos miopes y oídos estrechos lo que
es ver en la oscuridad y escuchar el caminar confiado de la presa a muchas
varas de distancia? ¿Cómo hacer sentir a quien la naturaleza sólo dotó de
burdos remedos de sentidos? ¿Cómo decir lo que es ser un lobo? -Hubo dolor durante la transformación. Un dolor familiar, nuevo
pero que se sabe conocido en algún rincón de las entrañas, que se espera
desde antes de nacer y que sin embargo se ignora. Pero ya estaba aprendiendo
a gozar el sufrimiento. Cuando me sentí una loba completa, volteé hacia el
Maligno, que me observaba con ojos amarillos. En su mirada leí que mi tiempo
había llegado, que desde ese momento debía caminar sola, que él sólo había
quebrado el cascarón de la semilla maldita con que yo nací. Luego trepó por
la ventana y salió de mi vida para siempre. -El instinto me susurró al oído lo que tenía que hacer. -Derribé la puerta del cuarto de planchado. -Y me dirigí a la alcoba de la abuela. Nuestros gritos habían despertado a las criadas, que corrían despavoridas
de un lado a otro sin saber qué hacer. Las casas de los peones estaban
demasiado lejos como para que alguien escuchara sus gritos de auxilio.
Descubrí a la india que se había burlado de mi primera sangre y me lancé
sobre su cuello. Quiso gritar pero quebré su laringe antes de que lo hiciera.
Hubiera seguido mordiendo su cuerpo, que se revolvía en medio de
convulsiones, pero tenía una presa más importante. -Mientras subía las escaleras con pasos lentos, escuché a la abuela
rezar en su habitación un rosario atropellado mientras cargaba el mosquetón
que colgaba de una de las paredes. La pólvora que resbalaba por el cañón
despedía un aroma acre que se confundía con el olor a talco que intentaba
disimular el tufillo decadente de sus carnes resecas. -Al olerla con olfato de lobo entendí su pequeñez, su
insignificancia. No hay peor tiranía que la ejercida por enanos. -Me detuve a unos metros de la puerta. Oí su respiración, el
murmullo de sus rezos, su corazón palpitante. Olía el sudor que resbalaba por
su espalda. El recuerdo de los azotes, del escozor del picante untado en mi
sexo infantil, de la mordaza y las ligaduras cuando apenas caminaba, del odio
en su mirada, de sus acusaciones con el padre, concentró en mí un odio
ardiente que corría por mis venas. -Tomé impulso y salté. Al cruzar la puerta la abuela gritó: —¡Muere, bestia! — y disparó. -Falló. No paré hasta desgarrar sus carnes mucho después de que el cadáver
había perdido toda forma humana. Bañada por su sangre tibia, aullé a la noche
y salté por una ventana. Al hacerlo, derribé un quinqué. Escapé de la
hacienda, dejando atrás la casona con sus niños muertos llorando por los
pasillos, con su velo de nubes ocultando el sol, con su maldición y su
demencia. -Corrí durante horas, llevada por caminos invisibles en los que el
instinto guiaba con voces dentro de mi cabeza, voces que no eran humanas. No
me detuve hasta llegar al corazón del bosque. -Al lugar de los lobos. Desde esa noche vivo aquí, agazapada en la oscuridad que me regalan
los árboles. Sólo salgo a lo descubierto para recibir el beso de la Luna.
Cazo animales pequeños que mato con mis dientes; siempre es más difícil
hacerlo sin los colmillos de lobo. -Por eso, cuando vuelve la transformación, salgo a cazar algo más
grande, cerca del pueblo. Un viajero nocturno o un niño extraviado. -Siempre me gustó lastimar a los niños. -Aún no me siento pura, y menos ahora que me he manchado no sólo
con mi propia sangre, sino con la de quien ha muerto entre mis dientes. -Pero ahora ya no me importa. Dicen que la maldición se desató sobre la hacienda una noche de
luna llena. Que desde la casona se alcanzaron a escuchar los gritos de las
criadas, que no podían salir porque la señora había echado el cerrojo y nadie
más tenía llaves. Que el fuego devoró la casona hasta dejar los cimientos y
sus cuerpos calcinados. Que nunca encontraron el cadáver de la hija del
Clemente, la loquita, pero sí el de su abuela, que estaba decapitada. Que
tras esa noche la región está maldita, la tierra estéril y el bosque alberga
demonios que huyen de la luz del sol pero se dejan ver al rayo de la luna.
Que desde entonces los caminos ya no son seguros por la noche, que el que se
interna entre los árboles no regresa jamás, y que los niños que llegan a
acercarse desaparecen sin dejar rastro. -Dicen. ____________________ *Bernardo Fernández BEF. Historietista, ilustrador y guionista de cómics. Como narrador está incluido en varias antologías entre las que destacan Nuevas voces de la literatura mexicana y Visiones Periféricas. Ha publicado los libros infantiles: Error de programación y Cuento de hadas para conejos, así como una primera antología de cuentos, ¡¡Bzzzzzzt!! Ciudad Interfase. Es cofundador (junto con Pepe Rojo y Deyanira Torres) de la Editorial Pellejo/Molleja, donde ha editado y diseñado la revista SUB y la antología de historieta de ciencia ficción Pulpo Comics. Sus trabajos han sido mostrados en exposiciones colectivas en el Museo de Culturas Populares de la ciudad de México y en el Centre Culturelle du Mexique en París. Apenas hace algunos días fue designado ganador del Premio Nacional de Novela Otra vuelta de tuerca por su obra Tiempo de alacranes. |
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Próxima actualización, enero de 2006.